domingo, 10 de mayo de 2015

La Virgen de los Dolores recorre las calles desde la Catedral a San Jacinto en una jornada con tintes de histórica.

No se terminaron con Ella las tribulaciones, no encontraron trabajo automáticamente quienes lo buscaban, no se borraron del mapa las bolsas de pobreza, no se levantó ningún enfermo de la cama a su paso majestuoso. Y sin embargo, quizá la Virgen de los Dolores había salido a la calle no para hacer milagros, sino para enjugar las lágrimas y ayudar.
Lo había dicho el obispo en su homilía: que la Virgen entiende el dolor de los hombres y mujeres y por eso ellos han ido durante generaciones a ponerlo a sus plantas. Lo había dicho la hermandad al preparar las peticiones, lo había rezado la oración final de los cincuenta años de la coronación, y si se le llamaba Madre, Corazón, Señora de Córdoba, seguro que no había olvidado que llegaba a una ciudad que ni en la exuberancia de mayo puede olvidar tantos años de tribulaciones.
Por eso a las 21.39, cuando pasó el Arco de Bendiciones y salió al Patio de los Naranjos y la recibió el aplauso de quienes entendían por qué era un día especial, cuando ya llevaba cincuenta años y casi medio día con la corona de la devoción en las sienes, se supo que la Virgen de los Dolores había salido para consolar, que el pañuelo que llevaba en las manos, el mismo del 9 de mayo de 1965, era más bien para las lágrimas de los suyos, que había escuchado muchas veces que no eran buenos tiempos para su gente y quería acompañarlos. Por eso el recuerdo de aquella mañana histórica de la coronación canónica era también el de tantos días nublados, el de las noches de la desdicha, el de los rezos a deshoras y de urgencia ante el azulejo del Bailío, y para eso pudo salir a la calle la Virgen de los Dolores en el día de ayer, y quienes la esperaban largamente así la recibían.

Banderas y colgaduras

Pasó en el Patio de los Naranjos, con las campanas de la Catedral tocando con alegría porque sabían que era un día grande, y cuando las cornetas de «El Corpus» evocaron la brillantez de aquella mañana de mayo nació la intuición de que nada era igual, que las pupilas no podían engañar y no era un Viernes Santo. Si en la tarde de la cruz la Virgen acompaña en el dolor, llora con los suyos, ayer, a los cincuenta años de su coronación canónica, quería devolver sonrisas, y por eso llevaba el azul del día que acababa de terminar en el manto, como si quisiera extenderlo por sus dominios de la ciudad. Más de quince años después de la última vez, una generación de cofrades veía por primera vez el manto de las palomas en la calle, y no sólo disfrutaba con una pieza heterodoxa en el tiempo en que se hizo, sino también un símbolo de que había esperanza de luz tras las lágrimas.
Cruzó al son de «Virgen de los Dolores» la Puerta del Perdón y caminó sin prisa hacia el Centro, precedida por representaciones de las cofradías, de Córdoba y del resto de Andalucía. Llevaba flores blancas y moradas y en las cornucopias que sostenían los ángeles a sus pies parece que habían crecido los frutos de los patios de mayo.
Con majestad pasó por sus calles, bajo banderas y colgaduras con leyendas que la honraban. En el pañuelo de aquel día, en el azul festivo y prometedor de aquel manto que se luce en la calle sólo en los días muy históricos, en el consuelo de la larga madrugada hasta que volvió a San Jacinto estaba escrito para qué, medio siglo después de su coronación canónica, había salido la Virgen de los Dolores en procesión triunfal a las calles de Córdoba.
Luis Miranda - Abc - enlace a noticia
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